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Odio

Desde la primera vez que escuché aquello de que Bolivia es un mendigo sentado en una silla de oro, intenté encontrar las razones que explicaran el hecho de que un país sea tan rico en recursos naturales pero tan pobre en recursos económicos.
De las preguntas a los mayores pasé a la lectura de libros y ensayos pero no encontré ninguna teoría que me convenciera.
De pronto, la respuesta llegó a mí como una sola palabra: odio.
El odio saltó en las pantallas de la televisión cuando se reportó el asalto a la casa del ex presidente Víctor Hugo Cárdenas y los maltratos de los que su familia fue objeto.
Los asaltantes podrán justificar su acción de mil maneras pero será difícil que nos convenzan. Es más que obvio que muchos de los habitantes de la comunidad del ex presidente lo odiaban porque no le perdonan que él haya llegado tan lejos mientras ellos permanecían estancados en su pobreza. Después de todo, la envidia también es una forma de odio y suele manifestarse con ferocidad cuando la individualidad se mimetiza en las muchedumbres, en aquellas hordas sin rostro que, aprovechando el anonimato, se cobran venganza de aquel ser humano que las ofendió al superarse, al ser una mejor persona.
Y también pude ver de cerca el odio en un viaje particular a La Paz, cuando un bache en el camino asfaltado provocó la reventazón de una llanta y nadie quiso auxiliarnos. Intentamos detener a cuanto vehículo pasó por el lugar para pedir ayuda pero la mayoría nos ignoró. Los que se detuvieron nos negaron auxilio y el único que nos tendió una mano fue el chofer a quien le ofrecimos pagarle para ello. El odio que se respira cada vez más nítidamente en el altiplano boliviano ha devorado la solidaridad de los pueblos andinos y ha dejado en pie sólo a los sentimientos negativos. ¿Quieres ayuda?... ¿cuánto me vas a pagar?
Odio… sólo el odio puede explicar la ferocidad que se pone en los bloqueos de caminos.
Lo advertí en ese mismo viaje a La Paz, cuando, tras haber superado el percance de la llanta, estaba llegando a la sede de gobierno y me encontré con un bloqueo en Achocalla por razones que a ningún viajero le interesaban.
Fue impresionante ver cómo los bloqueadores se habían encargado no sólo de tapar el camino con sendas volquetadas de tierra sino también los posibles caminos alternativos. La forma en la que planificaron el perjuicio a los pasajeros sólo se puede explicar por el odio, ese odio secular que arrastran muchos de los habitantes de este país que todavía creen que ellos pertenecen a una raza y que los demás son sus enemigos.
Lo que se consideran indios llaman “k’aras” a los demás y los odian por considerarlos distintos. No toman en cuenta que la realidad histórica ha demostrado que Bolivia no es un país de indios sino de mestizos.
Hoy en día resulta difícil que una persona que se considere india demuestre científicamente su total pertenencia a esa raza. La mayoría de los estudios laboratoriales en ese sentido demostrarían que, en algún momento del pasado, alguno de los ascendientes del supuesto indio tuvo por lo menos una mezcla de raza.
Debido a ello, yo, mestizo de piel oscura, no creo en la existencia de indios puros. Es más, considero que el presidente Evo Morales no es el indio que él se proclama y que la comunidad internacional observa curiosa sino un mestizo más como yo, como la mayoría de la población boliviana.
Pero esa es una verdad que el odio no dejará que se entienda.
Los supuestos indios que todavía creen en la historia negra de la conquista destilan odio por su supuesto pasado de opresión colonial y ahora se cobran la revancha.
Ese odio es el que impide que este país salga de la pobreza porque, en lugar de trabajar por el desarrollo del país, dejamos salir el odio y nos dedicamos a joder a los demás.


1-IV-2009

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