
Los tonos grisáceos de esta insufrible campaña electoral dieron paso, así sea por momentos, a unos tímidos rayitos de luz cuando la oposición expresó sus sospechas de que los 400 mil y pico observados del padrón electoral son la prueba del fraude que prepara el gobierno para el 6 de diciembre.
¡Eureka!
Para empezar, es lógico tener sospechas de la actitud de cierta gente que se inscribió más de una vez —uno lo hizo 37 veces y la tecnología de la Corte Nacional Electoral (CNE) no lo detectó— o utilizó los datos de difuntos para hacerlo. Si la legalidad imperara en este país, la CNE (que sigue llamándose así porque estamos bajo el régimen electoral transitorio establecido por la ley 4021) tendría que investigar a esos sujetos para ver si no se cometió el delito que el Código Penal tipifica como falsedad ideológica en su artículo 199.
Como este es un país en el que hasta la Constitución se impone por la fuerza, las esperanzas de esclarecimiento de esos casos son más bien escasas. Entonces, habrá que concentrarse en el tan manido tema del fraude.
¿Habrá metido mano el gobierno a los últimos procesos electorales? Seguro que sí. Que un partido político controle el país como lo hace el MAS y no aproveche sus ventajas es una versión que no la creería ni siquiera un niño de Primaria que recién cobró su “Juancito Pinto” para que lo gasten sus padres.
La lucha por el poder tiene diferentes facetas y una votación popular es apenas una de ellas. Una revisión detallada a los anteriores procesos electorales demostrará que los partidos siempre intentaron ganar algunos votitos de más, así sea por medios ilegales.
Si el MAS cometió fraude en las elecciones de asambleístas, en el referendo revocatorio o ratificatorio de mandato y en el de aprobación o rechazo de la nueva Constitución Política del Estado es algo difícil de probar y más ahora que el antiguo padrón ha sido reemplazado por el biométrico. Quedarán más para la anécdota que para la historia los cientos de versiones de personas que, como yo, detectaron que sus parientes fallecidos seguían figurando en el ahora extinto padrón.
Lo que sí se le puede endilgar al MAS, o a sus simpatizantes, es que consiguieron torcer la voluntad popular aunque sólo haya sido en casos aislados. Lo hicieron mediante el uso de la fuerza para impedir que sus adversarios hagan campaña en ciertos lugares del territorio nacional o evitando que haya delegados electorales de otros partidos en aquellos poblados en los que las autoridades originarias o dirigentes campesinos impusieron el voto consigna o el “voto carretilla”.
Sin embargo, sería una necedad decir que esas acciones modificaron significativamente los resultados electorales.
No ocurrió, por ejemplo, lo de 1978, cuando la gente del dictador Hugo Bánzer Suárez le dio el 50,88 por ciento de los votos al candidato oficialista, Juan Pereda Asbún, con tanta torpeza que, al final, el cómputo arrojó más de 67.000 votos “sobrantes” en relación al número de inscritos en el padrón electoral.
Tampoco hubo un caso como el del fraude de Maragua en el que un senador mirista y otro adenista cambiaron a su antojo las actas electorales para conseguir un diputado más en el Departamento de Potosí.
Y es que el fraude es uno más de los ardides que utilizan los políticos, sea de izquierda o derecha, en su afán de llegar al poder o quedarse en él. El detalle es que, por cuestión numérica, los expertos bolivianos en fraudes electorales son los de la derecha, los mismos que ahora vienen a denunciar intentos de modificar resultados electorales con el mismo desparpajo del mugriento que, pese a su hedor y suciedad, pretende dar cátedra de limpieza.
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