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UBRE


Todavía con el problema de los mocos atisbadores, allá por fines de la década del ‘70, conocí a una familia de nueve hijos que alquilaba un cuarto en el barrio potosino de San Cristóbal.
La conocí porque los padres murieron al accidentarse el camión en el que viajaban a su pueblo y el hecho de que su numerosa prole haya quedado huérfana fue motivo de comentario en toda la zona alta de la Villa Imperial.
No hubo adopciones ni reparto de los hijos por diferentes familias. El hijo mayor, que ya estaba en el tercer año de la universidad, dejó los estudios y se fue a trabajar a la mina. No era un castigo —como ingenuamente cree Jessica Jordan— sino una obligación voluntariamente asumida: él haría de padre y madre y lograría que sus hermanos terminen de estudiar.
El destino de los hermanos fue disímil. Dos se titularon de abogados, uno se fue a Sucre a estudiar Medicina, tres llegaron a ser maestros, uno a mecánico y otro a electricista. Al final, todos aprendieron a ganarse la vida y ahora tienen sus respectivos hogares aunque, como es lógico suponer, a unos les va mejor que a otros pero eso es otra historia.
El hecho es que el mayor, aquel que les dio de comer y les hizo estudiar, enfermó tempranamente por las condiciones insalubres de la mina así que su vida fue una búsqueda constante de empleo con el fin de que nunca falten los centavos para mantener a sus hermanos. Como lo que más le faltaba era tiempo para trabajar, incluso renunció a casarse.
Cuando los restantes ocho ya ganaban su propio dinero, el mayor enfermó y les pidió apoyo pero ninguno quiso hacerlo. Los más argumentaron que ganaban poco, otros dijeron que habían contraído deudas para comprar una casa… en fin… el hombre que sacrificó su vida por la de sus hermanos se vio solo, más pobre que nunca y abandonado a su mala suerte.
Cuando volví a saber de él, ya en los ‘90, no pude evitar comparar el destino de aquel hermano mayor con el de Potosí.
Para nadie es desconocido que la plata de Cerro Rico ejerció tal influencia en su entorno que fue determinante en la historia de la colonia española. Debido a esa riqueza se constituyó una unidad jurisdiccional como la Audiencia de Charcas que fue la base de lo que hoy es Bolivia. Por tanto, no es exagerado decir que este país le debe su existencia a la plata potosina.
Ya en la República, en una Bolivia recién fundada, los sueldos de los prefectos de los cinco departamentos y de todos los funcionarios se pagaban con la plata de Potosí que, al no existir otros recursos, también fue utilizada para cubrir los gastos del nuevo sistema educativo y del naciente país.
Por tanto, Potosí se convirtió, de facto, en un hermano mayor que mantenía a sus menores, los otros Departamentos. Con el paso del tiempo, estos se independizaron, aprendieron a mantenerse solos y algunos incluso conocieron la riqueza.
Ahora Potosí está pobre pero no precisamente por su culpa. Si nunca aprovechó de su plata y su estaño es porque forma parte de un país centralista con gobiernos que tomaban sus decisiones en La Paz sin consultar a las regiones interesadas.
Hoy, cuando una nueva Constitución establece que Bolivia es un Estado “Unitario Social de Derecho Plurinacional Comunitario, libre, independiente, soberano, democrático, intercultural” pero también “descentralizado y con autonomías”, la existencia de un nuevo tipo de riqueza, el litio del Salar de Uyuni, despierta esperanzas en los potosinos.
Sin embargo, en una muestra más de ingratitud, el gobierno crea una entidad centralista, la Empresa Boliviana de Recursos Evaporíticos (EBRE) para explotar aquella riqueza, redistribuir sus beneficios entre todos los Departamentos —olvidando que su dueño, Potosí, es el que más los necesita— y, para colmo, fija su sede en La Paz.
Continúa, entonces, la tragedia del hermano mayor. Potosí todavía es la vaca lechera de Bolivia y la referida empresa será la UBRE de la que seguirán mamando nuestros hermanos…

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