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Tiempos de venganza

Los humanos son seres tan complejos que, si tuviéramos que promulgar leyes para resolver cada uno de sus problemas, no existiría un depósito lo suficientemente grande como para almacenar tanto papel.
Una solución a la complejidad del ser humano fue la delegación de funciones. Ya que todos los miembros de una sociedad no podían gobernar al mismo tiempo, se acordó, pacto social mediante, que uno solo lo haría a nombre de otros. Surgió entonces la figura del mandatario; es decir, aquel que recibe el mandato de gobernar por cuenta de la sociedad en la que vive.
A medida que las sociedades fueron avanzando, estas se dotaron de mecanismos que limiten posibles excesos por parte del mandatario. El resultado fue el equilibrio de poderes porque, por ejemplo, la tarea de elaborar leyes fue encomendada a un cuerpo colegiado que también recibió el mandato de vigilar al gobernante y evitar que incurra en excesos. Eso es lo que actualmente se llama fiscalización.
Sin embargo, el equilibrio no siempre es tal. A lo largo de la historia de la humanidad, los gobernantes sucumbieron a la tentación de soslayar el interés colectivo supeditándolo al particular, sea individual, de grupo o del partido.
Roto el equilibrio, el mandatario deja de ser tal porque ya no cumple el mandato del pueblo sino el de su grupo, partido, o suyo propio. Sigue siendo gobernante, porque gobierna, pero no es la expresión pura de la delegación de funciones. El gobierno pasa de democrático a autoritario porque se aplica la autoridad por encima de todo, incluso del bienestar colectivo.
Entre autoritarismo y autocracia hay menos de un paso así que es fácil pasar de una modalidad a otra.
En la autocracia, la voluntad de una persona —o de unas pocas— es la suprema ley de un Estado así que está por encima de todas.
Si al autócrata se le ocurre, es posible promulgar leyes que satisfagan apetitos personales o ansias de venganza.
Después de haber leído lo que el presidente Evo Morales le dijo a la periodista Mery Vaca, se confirman mis sospechas de que el proyecto de Ley Contra el Racismo y Toda Forma de Discriminación está contaminado con el resentimiento secular de quienes se sintieron discriminados por la sociedad desigual en la que vivimos.
No voy a comentar sobre el tono que usó el jefe de Estado en la increpación a la informadora porque eso es caer en subjetivismos. Creo que fue abusivo y no consideró que estaba frente a una mujer y punto.
Lo que llama la atención es la inquina que se advierte en el presidente cuando habla de la prensa. Lo advertí en el brillo en sus ojos cuando humilló —también— al periodista Raphael Ramírez y es fácilmente perceptible en las palabras que espetó a Mery blandiendo el ya famoso artículo de Iván Castro Aruzamen: “Aquí dice que soy un cruce de llama con Lucifer. ¿Eso es o no racismo? eso es discriminación (…) “¿Eso es discriminación o no? (...) te estoy preguntando. Ahora, si gustas no me contestes. Tú aceptas este término ¿O no? ¿Entonces?”.
Bolivia es un país racista y necesita una ley para prevenir el racismo pero el artículo 16 del proyecto en cuestión abre una puerta que es tan ancha que no sólo da lugar a la penalización de actitudes supuestamente discriminatorias sino también al control de contenidos en los medios de comunicación social; es decir, el control de la prensa.
En un gobierno autocrático, los medios que no le hacen coro suelen cerrarse. El artículo cuestionado lo permitiría y, como se ve, no sólo posibilitaría el tan deseado control del discurso informativo sino que los gobernantes cobren venganza de los agravios que crean haber sufrido.

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