En sus casi diez años en el poder, el gobierno del presidente
Evo Morales se ha visto afectado por varios casos de corrupción pero ninguno ha
logrado conmover sus cimientos al grado de llevarlo a la desestabilización.
Desde el negociado de las visas chinas hasta los desfalcos
del ex fondo indígena, pasando por el escándalo de YPFB en el que se llegó al
extremo de asesinar al empresario Jorge O’Connor, la popularidad del jefe de
Estado y su innegable grado de aceptación en las bases campesinas se ha
mantenido incólume.
Varias razones
explican esa invulnerabilidad y una de ellas es el grado de tolerancia al que
ha llegado la sociedad boliviana respecto a la corrupción.
Hoy en día, el
ciudadano boliviano se escandaliza menos frente a las denuncias de corrupción
que hace diez años pero eso no tiene que ver con el gobierno sino con la
tolerancia de la sociedad entera hacia los actos ilegales.
Y es que,
aunque nos duela reconocerlo, la corrupción empieza en la base misma de la
sociedad, en el colegio, allá donde una nota de aprobación ha dejado de ser el
referente del rendimiento escolar para convertirse en una mercancía.
Todavía a fines
del siglo XX, pagarle a un maestro para que apruebe a un estudiante con nota de
reprobación era visto como un acto inmoral pero, poco a poco, se hizo tan
cotidiano que ahora se ha convertido en una costumbre. Así, y solo así, se
explica que haya padres de familia que hagan huelga de hambre para que sus
hijos aprueben una materia.
La cotidianidad
del pago o “reconocimiento” por acciones u omisiones está en las calles, allá
donde hay que darle unos pesos al agente de tránsito para que se haga de la
vista gorda frente a una infracción. Y así, entre vulneraciones y sobornos
periódicos, la corrupción ha adquirido carta de ciudadanía y ya se mide en niveles:
el empleado de menor jerarquía cobra unos pesos, su superior miles y las
máximas autoridades pueden recibir millones. Así, y solo así, se explica que
nueve de los 12 comandantes de la Policía que tuvo el gobierno de Evo Morales
estén procesados por corrupción.
Por tanto, la
ilegalidad ya no puede combatirse con leyes porque la realidad demuestra que
estas se aplican discrecionalmente. Hay que cambiar las cosas desde la base,
desde la escuela, pero, mientras dura el proceso, que será inevitablemente
largo, es necesario que las autoridades demuestren que la corrupción es mala y
tiene castigo. Eso significa castigar a los corruptos sin hacer excepciones.
Los padres
tienen que comenzar a hablarles a sus hijos de lo perniciosa que es la
corrupción y es lógico que no podrán hacerlo si ellos son los primeros en hacer
modificar calificaciones en el colegio. Es preciso desterrar la cultura del
favor y aprender a aceptar las cosas como se presentan. Si se asume esa actitud
y se la mantiene, la lacra de la corrupción retrocederá en las aulas y ya no
llegará a las calles.
En las
instituciones públicas el proceso será igual de difícil porque la idea de que
el beneficio ilegal es “normal” ha sido arrastrada desde el colegio. Por eso
será importante predicar con el ejemplo; es decir, que sean las máximas
autoridades ejecutivas las que primero demuestren una conducta ejemplar y
sancionen los actos de corrupción después.
Si se aplica la
ley del embudo, ancha para unos y angosta para otros, se estará dando un
mensaje equivocado: el castigo no les llega a los poderosos. Bajo esa lógica,
la única manera de demostrar que la ley es para todos es castigando a quien lo
merece, sin importar qué tan afín sea al gobierno o a los gobernantes.
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