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Demagogia incendiaria

Demagogia es una palabra con una curiosa historia. Se originó en la antigua Grecia y, en sus inicios, tenía connotación positiva. En atención al idioma de su cuna, el término se formó de dos palabras griegas: dmaggos, que significa “líder popular”, y dmos o “pueblo”. Por tanto, el demagogo era el “líder del pueblo” o, para acercarse más a su etimología, el líder que —con perdón de la redundancia— gozaba de mayor popularidad entre el pueblo.
Conseguir esa popularidad era sumamente difícil. El que quería lograrlo debía tener grandes habilidades para tratar muchedumbres, así como presencia física y elocuencia en la oratoria. El ateniense Pericles —cuyo nombre significaba “rodeado de gloria”— reunía todos esos requisitos y, además, tenía una voz tan potente que también lo llamaron “el olímpico”.
Estratega militar, político y orador, Pericles llegó a ser tan buen demagogo que no sólo fue llamado “el primer ciudadano de Atenas” sino que su periodo de gobierno es conocido como “el siglo de Pericles”.
Pero como un Pericles no nace en todos los siglos, los políticos que lo sucedieron tuvieron que recurrir a otros métodos para ganarse al pueblo. Así, comenzaron a halagar a las masas, a darles lo que estas les pedían y, finalmente, recurrieron a la mentira para ganarse sus favores.
Tras esa transformación, Aristóteles calificó a la demagogia como “el gobierno apoyado en las multitudes pero ejercido en favor de intereses particulares” mientras que Aristófanes fue más directo al escribir que esa práctica es “el engaño al pueblo por parte de sus gobernantes”.
En una segunda y más detallada acepción, el Diccionario de la Real Academia Española señala que la demagogia es la “degeneración de la democracia, consistente en que los políticos, mediante concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos, tratan de conseguir o mantener el poder”.
Sin perderse en consideraciones etimológicas ni históricas, tome usted la última definición y aplíquela a la realidad boliviana. Estoy seguro que encontrará actitudes demagógicas en todos y cada uno de nuestros políticos, desde los más radicales y revolucionarios “ultraizquierdistas” hasta los más reaccionarios y oligarcas “medialunistas”.
Desde luego, unos son más demagogos que otros y la realidad demuestra que se es más demagogo en el sentido peyorativo cuanto más lejos se está de la demagogia en sentido positivo.
Para ser un líder del pueblo como Pericles hay que tener grandes habilidades para tratar muchedumbres, presencia física y elocuencia en la oratoria. Los bolivianos tenemos muchos políticos que saben tratar muchedumbres (manejan o agitan las masas) pero no todos tienen presencia física y, si la tienen, son todavía menos quienes practican la oratoria y lo hacen con elocuencia.
Entonces, ¿qué pasa si un político es feo, su voz es desagradable y sus discursos son largos pero carentes de coherencia? La solución es recurrir a los halagos, darles a las masas lo que estas quieren y, si es preciso, engañarlas. En otras palabras, el que no puede ser “olímpico” como Pericles, tiene que recurrir a la demagogia olímpica, en el peor sentido de la palabra.
Así y sólo así se explica que existan concejales que, más allá de la lógica, el sentido común, las leyes, la importancia del medio ambiente y la salud de la población, autoricen que se enciendan fogatas en la noche de San Juan a título de que esa es una tradición de los pueblos andinos.
Si las cosas funcionan así, habrá que recordar que algunos pueblos de América practicaban el canibalismo por razones rituales y, en aras de la tradición, tendremos que volver a comernos los unos a los otros.
Total… en Bolivia ya no imperan las leyes sino la demagogia…


publicado el 19 de junio de 2008

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