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Racismo

“El racismo ha sido descrito a menudo como una enfermedad y es un problema para todos nosotros. El racismo es una enfermedad de la mente y del alma. Mata a muchos, más que cualquier infección”.
Esas palabras forman parte del mensaje audiovisual que el ex presidente sudafricano Nelson Mandela envió a los asistentes a la III Conferencia Mundial contra el Racismo que se realizó en Durban en septiembre de 2001.
Aquel año, los bolivianos parecíamos impermeables a un problema que se nos antojaba ajeno, muy de Estados Unidos, donde todavía existe el Ku Klux Klan, o de la Alemania nazi que exterminó a millones de judíos con el estúpido argumento de la pureza de la raza.
Es que los bolivianos éramos racistas pero no nos dábamos cuenta. Éramos tan racistas que convertimos la palabra “indio” en un insulto y, para no utilizarla, optamos por “indígena” que no es su sinónimo y significa “originario del país de que se trata”. Así, desde el punto de vista idiomático, todos somos indígenas de Bolivia, incluido Gonzalo Sánchez de Lozada, que nació en Cochabamba, pero, para nuestro racismo pertinaz e indolente, indígena es sólo el indio mientras que los demás —supuestamente nosotros— somos cualquier cosa menos eso.
Éramos tan racistas que hacíamos diferencias sobre la base del color de la piel de las personas. Los blancones tenían preponderancia frente a los que, como yo, tenemos la piel oscura y, si además tenían los ojos y el cabello claros, estaban arreglados porque les decían “gringo”, “choco” o cualquier otro adjetivo que, a diferencia de “indio”, no era peyorativo.
Éramos tan racistas que no sólo dividíamos las mujeres en función a su color de piel sino también su procedencia. “las cambas son más buenonas”, decíamos en el colegio poniendo a las nacidas en el oriente del país por encima de las del occidente basándonos tan solo en los estándares anglosajones de clasificación de la belleza.
Y, a propósito, éramos tan racistas que una de nuestras reinas de belleza llegó a decir en una entrevista internacional que había dos Bolivias y una, la suya, era la de los altos, blancos y rubios que saben hablar inglés… ¡oh, my god!
Éramos así de racistas hasta que una de las Bolivias comenzó a arder. Comenzó en octubre de 2003, cuando El Alto le hizo sentir su fuerza al país y se precipitaron las cosas hasta llegar a donde estamos.
Hoy ya no podemos decir que éramos racistas sino que hay que admitir que lo somos. Peor aún, hoy somos más racistas que nunca porque, por fin, estamos conscientes de nuestro racismo.
Los cruceños hablan de unidad y nacionalismo pero han descubierto que siempre percibieron sus diferencias con los occidentales, con los morenitos de las tierras carentes de vegetación pero sobrantes de frío, y prefieren hacer su país aparte, aunque sea bajo el rótulo de una autonomía que, en lo formal, les mantendría como parte de la otra Bolivia.
Y los occidentales, aquellos que a veces aparecen con sombrero, hojotas y ponchos rojos, descubrieron que odian a los cambas y no sólo a los cambas sino a todos los que no son como ellos. Practican, entonces, su propio racismo, uno peor que el otro porque no sólo repara en las diferencias sino que destila odio y resentimiento.
Para colmo, los hechos nos han demostrado que no sólo habíamos sido unos racistas de mierda sino que las declaraciones de aquella reinita de belleza estaban revestidas de una verdad de Perogrullo que no quisimos ver en ese entonces: hay dos Bolivias…
El problema, nuestro problema, es que el gobierno no se dio cuenta y, en complicidad con los “gringos” de la “media luna”, destapó nuestro racismo y lo exacerbó a tales niveles que hoy ya hablamos de odios y guerra… estamos enfermos, enfermos de la mente y el alma… ¡oh, my god!


2-VII-2008

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