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Uma-suyus

La ministra de justicia, Celima Torrico, defendió a la denominada justicia comunitaria por ser “rápida, gratuita y reparadora”.
Es cierto.
Si existe una diferencia entre la justicia comunitaria y la que es impartida por el Poder Judicial del Estado Boliviano esta es la rapidez. Mientras los procedimientos jurídicos son largos y engorrosos —con todo y las recientes reformas en material penal—, la justicia comunitaria resuelve los casos que se le plantean en una sola reunión, aquella que vendría a ser el equivalente de las “audiencias”.
Sin embargo, los asesinatos que ocurrieron en diferentes regiones del territorio nacional, incluida la ciudad de El Alto, no tienen nada que ver con la justicia comunitaria y la misma ministra Torrico lo advirtió con estas palabras: “los linchamientos no pueden ser asociados con la justicia comunitaria”.
Justicia comunitaria viene de “comunidad” porque es esta la que la aplica. Los habitantes de una determinada comunidad se reúnen a convocatoria de su autoridad, generalmente originaria, y, para tomar una decisión respecto al o los acusados, consultan a los más ancianos y sabios que son lo que hoy podríamos denominar “jueces técnicos” bajo la óptica del actual procedimiento penal.
Una diferencia fundamental entre la justicia comunitaria y los asesinatos de los últimos meses es que aquella respeta la vida así que no se aplica la pena de muerte. La pena más severa es el destierro que apareja la indignidad total, una que podría equipararse a la “muerte civil” que fue eliminada de nuestra actual legislación.
Por ello, lo que ocurre actualmente en ciertas poblaciones del occidente boliviano no tiene nada que ver con la justicia comunitaria.
Lo que pasa es que, de pronto, las muchedumbres se dejan llevar por el apasionamiento de la multitud, permiten que el odio aflore por sus poros y, alcoholizados o no, dejan salir unos de instintos más primitivos: el de la sed de sangre.
Fue esa misma necesidad de matar la que llevó a las huestes de Pablo Zárate a perseguir a los derrotados de Cosmini hasta el pueblo de Ayo Ayo para descuartizarlos junto los sacerdotes del lugar.
Fue esa misma sed de sangre la que levantó a los pobladores del mismo Ayo Ayo a juzgar y sentenciar a muerte a su alcalde corrupto, Benjamín Altamirano, y convertirlo en antorcha humana.
Fue esa misma necesidad de matar la que llevó a los pobladores de Achacachi a capturar a delincuentes y llevarlos a un estadio donde los torturaron más allá de lo que cualquier razón humana puede admitir y causar la muerte de dos de ellos.
Todos estos hechos son asesinatos y, para colmo, agravados. Son rápidos y gratuitos pero de ninguna manera reparadores porque nada ni nadie puede garantizar que se haya ejecutado a los culpables de un delito. Altamirano y los dos presuntos ladrones de Achacachi están muertos. ¿Qué si se determina después que eran inocentes de los delitos por los que fueron acusados?
Resulta llamativo que los hechos referidos, incluido el episodio de Cosmini y Ayo Ayo, que se remonta a la guerra civil, se hayan producido en territorio de los “ponchos rojos” a quienes ciertas versiones acusan de ser el brazo armado del gobierno.
Los “ponchos rojos” son el verdadero poder en la provincia Omasuyos y parte de otras como Camacho, Saavedra, Muñecas, Aroma y Larecaja, todas del Departamento de La Paz, que antes formaban parte de Uma-suyus, los “pueblos del agua” que habitaban en torno al Lago Titicaca.
Los uma-suyus eran y son una cultura importante de la etnia kolla, cuya lengua es el aymara y su fortaleza es su capacidad para el combate.
Antes de la llegada de los españoles, los uma-suyus no habían terminado de debatir sobre la importancia de la muerte frente a la de la vida. Es de esperar que esa discusión no haya llegado a su fin con el triunfo de la primera.


19-XI-2008

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