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De vuelta a la realidad


Conducir por un camino rural en Bolivia durante los carnavales podría ser peligroso pero… ¿qué se puede hacer cuando es la única manera de llegar a aquellas poblaciones en las que esas fiestas son mejores que en las capitales?
Con esa intención, el fin de semana me fui con la familia a Caiza “D”, capital de la segunda sección de la provincia José María Linares de Potosí cuyo clima no sólo permite una grata estadía sino hasta el cultivo de duraznos, naranjas y manzanas. Allí se puede reproducir, con pastoral exactitud, aquellos cuadros bucólicos enmarcados de enredaderas, con un horno de barro de fondo y la contagiante música de la guitarra que parece colgarse del aire calentado por un sol generoso y nada hostil.
Al integrarse al círculo formado en torno a la guitarra, uno siente que forma parte de una película porque es difícil creer que existan tantos lugares así cerca de Potosí a la que se calumnia tanto por un frío que, pensándolo bien, ni es el más crudo de Bolivia ni el más insalubre. Es más… vivir en Potosí tiene más ventajas que desventajas pero ese no es el motivo de este artículo.
Para mí, estar en Caiza “D” fue disfrutar de una Bolivia poco conocida, la de los valles idílicos, la rica chicha y las suculentas laguas, la de los “duraznales, manzanales” que, especialmente en carnaval, nos hacen olvidar de los problemas que están allende los caminos principales.
Por eso es que retornar es tan difícil. Significa volver a conectarse con el mundo, aquel del que nos olvidamos unos días y al que quisiéramos mejorar para que sea un poco como esos vallecitos, tranquilos y apacibles.
Y aunque no hay trago de por medio y pones tus cinco sentidos en el camino, ¡zas!... un descuido y te encunetas.
Lo primero que pensamos es que ya se viene la noche y podríamos estar ahí, en ese camino rural, durante horas sin que nadie nos auxilie pero ¡zas! aparece un vehículo y los ocupantes preguntan qué pasó. Explicas que te metiste a la cuneta y no consigues sacar el auto y, de pronto, ¡zas! aparece un policía. Lo primero que hace el uniformado es pedir la licencia de conducir pero acto seguido pregunta lo ocurrido y también se pone a ayudar.
En pocos minutos, tanto el policía como los ocupantes de ambos vehículos empujan al encunetado y, al no lograr moverlo, el uniformado sugiere remolcarlo. Una soga es amarrada a ambos motorizados y el vehículo auxiliador empieza a tirar. La solución es efectiva porque el auto sale de la cuneta y ya puede reiniciar viaje. La alegría es el complemento perfecto para el carnaval valluno. Damos gracias a los que nos ayudaron, pedimos que el cielo les bendiga y nos disponemos a partir. Nos acercamos al policía para recuperar la licencia y ahí es donde recibimos el globazo carnavalero de agua fría. “Tienen que reconocer”, nos dice y nosotros reconocemos que no habíamos tomado en cuenta el detalle. El policía quería dinero. La alegría por la solidaridad de la Bolivia valluna dio paso a la frustración por el retorno a la realidad de la Bolivia corrupta, aquella en la que hay policías que no ayudan porque su obligación sea ayudar sino porque saben que ahí, lejos de su comando, pueden cobrar unos pesos más para mejorar sus magros ingresos. “¿Cuánto?”, preguntamos y él nos responde “tu voluntad”. Le damos 20 pesos pero él dice que es poco, que el encunetamiento fue un accidente y que con valorada nos costaría por lo menos 400.
La noche se viene encima y nosotros persuadimos al policía de “rebajarnos” 80 pesos porque llegó a pedir 100. Le agradecemos su comprensión, su ayuda y humanidad y retornamos a la realidad de la Bolivia de las coimas, de los sobornos y las “aceitadas” que ningún decreto podrá cambiar.

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