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Es el odio


“Algo raro está pasando en Bolivia. Antes los enfrentamientos eran del movimiento sin tierra o con tierra insuficiente o indígenas contra los terratenientes. (…) Ahora entre compañeros se enfrentan”.
Aunque parezca difícil de creer, esas son declaraciones del presidente Evo Morales. Las pronunció en Cochabamba el 28 de septiembre recién pasado y fueron registradas por la agencia española de noticias EFE.
Y es que las cosas llegaron a tal extremo que el gobierno no tuvo más remedio que admitirlo. En su editorial del día siguiente, 29 de septiembre, el diario Los Tiempos ensayó una lista apenas preliminar de los últimos enfrentamientos: cocaleros contra “indígenas originarios campesinos”; comunarios de Tinguipaya contra “movimientos sociales” masistas; cooperativistas mineros contra obreros asalariados de las minas; indígenas del norte paceño contra YPFB y sus “socios estratégicos” como Pdvsa; campesinos de Pantipata contra narcotraficantes; “Ponchos Rojos” contra masistas…
Para Morales, “algo raro está pasando en Bolivia” pero para quienes vivieron la violencia desatada por el MAS mucho antes de que ese partido llegara al poder, los sucesos de los últimos días son simplemente una lógica consecuencia.
La violencia genera más violencia. El MAS no podía esperar ser la única organización política que impide que los candidatos rivales hagan campaña en sus feudos, en esas republiquetas en las que las autoridades originarias o los dirigentes de los “movimientos sociales” están por encima del bien y del mal. ¿Acaso no fueron ellos los que anunciaron públicamente que, a excepción del MAS, ningún partido podría hacer campaña en El Alto?, ¿acaso no se cumplió esa advertencia en El Alto y Cochabamba con despliegue de violencia?
Lo que ahora ocurre en Tinguipaya, Potosí, donde un candidato del MAS fue agredido el 26 de septiembre, es la tempestad que germinó por los vientos sembrados por ese partido político. La agresión es totalmente injustificable y merece castigarse pero, a la vez, es una muestra de que al MAS le dieron una cucharada de su propia lagua.
Por tanto, en Bolivia no está pasando algo raro sino lógico. Es el resultado del odio al que me referí en esta misma columna en abril de este año.
Cabe hacer notar, empero, que no fue el MAS el que sembró ese odio.
A lo largo de la historia de Bolivia es posible encontrar antecedentes de furiosos ataques de indios que, en casos como el de Oruro, incluso motivaron el fracaso del alzamiento de Sebastián Pagador que, por cierto, murió en uno de esos desmanes de odio.
Hubo odio en Ayo Ayo cuando las huestes de Pablo Zárate ingresaron al templo en el que se refugiaban los sucrenses partidarios de Severo Fernández Alonso y los descuartizaron para luego mandar los pedazos en sacos a la capital.
Ese odio, que probablemente germinó durante la expansión incaica, está arraigado en las hormonas de los hermanos indios y, por aquello de la sangre, es lógico suponer que nos fue heredado a nosotros, los mestizos, y suele desbordarse cuando se sorprende a un ladrón y se le aplica la “justicia comunitaria”.
Es ese odio el que fue alimentado por el MAS, como si se tratara de chancho de engorde, y ahora ha crecido a tal extremo que el marrano degeneró en monstruo, un incontrolable monstruo que se desata en cualquier momento y pasa por encima de cualquiera, incluso del partido que lo fomentó por egoístas razones políticas.

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